Por: Guillermo Calderón.
Solo es una reflexión que pretende impulsar el
mundo de las ideas, los valores y las actitudes.
El infierno abrió sus puertas a las dos de mañana y una voz brutalmente intimidante me guío hacia adentro, obligándome a caminar entre sus pasillos, me dijo: “soy el ingeniero y tengo a tu hijo secuestrado”.
La voz proviene de una llamada telefónica de larga distancia, el número trae clave del estado Quintana Roo. Poco después me enteré que las llamadas fueron hechas desde un penal en Chetumal.
El momento es increíblemente intimidante a punto de la conmoción; en tanto, la voz inicia su labor y aunque la escucho, todos mis sentidos se han paralizado, mi cuerpo parece haberse detenido por completo, quedo inerte y me congelo; estoy desorientado y me alcanza un temblor incontrolable.
“Te voy a mandar a tu hijo en una bolsa”. Esas fueron palabras las que me sacudieron y provocaron un sudor frío en todo mi cuerpo. Sin piedad y con su especial léxico -cruel, vulgar y amenazante- la voz continuó con sus intimidaciones, humillaciones y con la amenaza de hacerle algún daño a mi hijo.
De esa manera, “el ingeniero” me reduce a nada, para él, ya no soy padre, ni persona ni nada.
Fueron solo ciento veinte segundos los que duró su primera llamada. Ni como advertir que alguien, desde algún lugar muy lejos de ti, es
capaz de soltar a todos los demonios en tu contra, tan solo con una llamada telefónica.
Al momento de iniciar ese frenesí, mi mente bloqueó todos mis recuerdos. Yo me quedé con uno de ellos y fue el mejor tesoro que mi memoria retuvo y la mayor razón para luchar por recuperar a mi hijo sano y salvo, sin importarme que hubiera dado mi vida por ello. Esa imagen fue la de la mañana anterior al secuestro, cuando me despedí de él, antes de irse a la escuela.
La voz regresa y me da detalles “para que veas que va en serio”, empieza por el carro en el que circulaba mi hijo, el color y la marca, además me dice en dónde lo dejaron con las llaves, en qué calles, en qué esquina y en qué colonia.
Sin darme cuenta, la voz continúa guiándome por esos horrendos pasillos de ese infierno; por otro lado, mi mente juega conmigo, con un imaginario imposible a la realidad, donde me veo atravesando la línea telefónica, llegando hasta dónde mi hijo se encuentra, lo tomo de la mano y le digo, “estoy aquí, soy tu padre, no te preocupes, te quiero y te quiero de vuelta en casa”.
Posteriormente, siguen decenas de llamadas de dos minutos cada una, durante seis días, siete noches y cientos de amenazas de muerte y mutilación para él. Ciento cincuenta y dos horas de brutal violencia psicológica de absoluta ignominia provocada por una sola voz.
La negociación se logra y la voz me dice, “te voy a entregar a tu hijo, porque es un chingón, aguantó como los machos”. En ese instante mi cuerpo pierde su peso y con las pocas fuerzas que me quedaban, le dije solo cuatro, inmerecidas palabras “muchas gracias, muchas gracias”; después -inmediatamente- las lágrimas de emoción solo fueron para mí.
Antes, a la voz debía de exigirle una prueba de vida, la voz accede, le propongo hacerle una pregunta a mi hijo, de un tema que únicamente él y yo lo sabemos, la voz vuelve a marcarme, con la respuesta correcta.
Hasta ese momento supe que mi hijo se encontraba vivo. Cuando regresó mi hijo a casa, lo abracé tanto y tan fuerte como jamás lo había hecho. Volvió a nacer.
Debo de agradecer a todos quienes me acompañaron en aquel momento de terrible tribulación, entre ellos a dos amigos entrañables, Alejandro J. Gómez Sánchez y David Gómez Plata.
El secuestro es un peligro que oímos y sentimos lejos, quizás en otra calle, en otra colonia, en otro estado; en otro momento y en otras circunstancias, pero lejos, muy lejos, a distancia de cualquiera de nosotros.
Todos sabemos de él y nadie piensa que tan cerca está de nosotros.
Al que privan de su libertad, sin duda, vive un infierno inimaginable, dentro de una lúgubre habitación, en medio de un indigno festín de drogas, maldad y brutalidad, casi animal; bajo golpes, amenazas y abominables intimidaciones y atrapado por gente pervertida, idiota, con algún grado demencial.
Mientras, su familia, sufre otro tipo de secuestro, parecido al de él; pero, igual de perverso, ruin y cobarde. A nosotros -víctimas también- se nos reserva un sitio especial en otro cautiverio, el de la impotencia, el terror, la intimidación y el de una enorme preocupación que colapsa los nervios.
La organización civil Alto al Secuestro, en su informe mensual, documentó 79 víctimas de secuestro en el pasado mes de julio. Pero
las autoridades se empeñan en dejar fuera de sus números al 57% de las víctimas, ya que solo reconocen 34.
Sin embargo, es más revelador el acumulado de diciembre del 2018 a julio del 2022, que registran 4,844, secuestros; 6333, víctimas y 5445, detenidos. En resumen, en el país se producen cuatro secuestros al día y del total de secuestros cometidos en el país, en el Estado de México ocurrieron 778, de ellos.
Hace pocos días el periodista Héctor de Mauleón, investigó y documentó la operación delictiva de un secuestrador apodado “El Hardy”, publicado en el periódico El Universal, la similitud del modus operandi con este caso es impresionante. El Universal/opinión 06/09/2022 Héctor De Mauleón.
Ahora: Mis preguntas finales: sobre la violencia más absurda, ruin y cobarde que un ser humano comete contra otro, el secuestro. ¿Hasta qué momento cobrará interés este delito para el gobierno del Estado de México? ¿Qué es más importante, la discusión sobre los candidatos o dar resultados en la seguridad de los mexiquenses? ¿Hay alguna prioridad de los aspirantes a gobernar el estado, que tenga que ver con las víctimas del delito o les importa más bien su selfi?
Hasta aquí, con una más de: Mis preguntas finales, nos leemos en la próxima.
Guillermo Calderón Vega. Profesor Universitario, abogado, exfuncionario público, Experto en operación, negociación y concertación política. Twitter: @gmo_calderon / Facebook, Instagram, Telegram: Guillermo Calderón Vega.
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