Lorena Cortés
En el centro de Coalcomán, Michoacán, una escena inquietante capturó la atención nacional. Con micrófono en mano, se animaba a una multitud, compuesta en su mayoría por niños, a agradecer al “Mencho”, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y uno de los narcotraficantes más buscados del mundo, por la entrega de juguetes. Este acto, tan simbólico como perturbador, reveló una vez más, las profundas grietas del Estado mexicano y las complejas dinámicas entre el crimen organizado y las comunidades que, cada vez más, sirven de base social para estos grupos.
La fortaleza del CJNG no radica únicamente en su capacidad logística y fuego o en el uso del terror, sino en su habilidad para construir y consolidar una base social que lo respalda. Este apoyo no proviene solo del miedo, sino también de estrategias deliberadas: el CJNG regala juguetes, despensas y, en algunos casos, rehabilita escuelas y calles. Lo más preocupante es que ofrece una “forma de justicia cotidiana” que, aunque ilegal, resulta en muchas ocasiones más accesible que la brindada por un Estado ausente. Según una investigación publicada en la revista Science, el crimen organizado recluta, en promedio, a 350 jóvenes cada semana en México. Su capacidad para infiltrarse en el tejido social y ganar adeptos no puede subestimarse, y mucho menos ignorarse.
No hay justificación que valga para que grupos criminales aprovechen los vacíos del Estado para erigirse como “benefactores sociales”. Que se promueva a un capo como un héroe es, sin duda, una tragedia moral y política que desnuda la debilidad institucional. Pero lo verdaderamente irónico es que tanta indignación provenga de quienes, desde el poder, han sido cómplices —por acción o por omisión— del mismo sistema que alimenta al crimen organizado.
La apología del delito en Coalcomán no puede analizarse sin enfrentar una realidad contundente: la corrupción y la impunidad en las instituciones públicas no solo permiten, sino que perpetúan el fenómeno criminal. Mientras los recursos destinados a la seguridad se ejercen en total opacidad, aludiendo que, por razones de seguridad, no se puede dar a conocer su destino, esta falta de rendición de cuentas sostiene un sistema que traiciona a las comunidades que debería proteger. Así, no es solo el narco quien llena el vacío; es el propio Estado quien lo deja abierto y cede su legitimidad a quienes se aprovechan del miedo y del desamparo.
La escena de Coalcomán no puede quedar en el olvido como una simple anécdota grotesca. Es un recordatorio urgente de que el Estado mexicano debe recuperar su papel como garante de derechos y oportunidades. Sin un cambio profundo en la forma de operar de las instituciones, los juguetes del narco no serán solo un gesto simbólico, sino un testimonio de un país que ha dejado a su gente a merced de quienes explotan su desesperanza.
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