¿Pueden sentir los animales? La ciencia propone una hoja de ruta para entender su conciencia

En una cocina cualquiera, una persona deja el café sobre la mesa y su perro inclina la cabeza, se acerca, permanece. La escena, tan doméstica como universal, reabre una pregunta que la humanidad arrastra desde siempre: si los animales sienten dolor, experimentan emociones o solo reaccionan por instinto. Un equipo de la Universidad Estatal de Michigan acaba de proponer un giro metódico para no perderse en ese laberinto. Publicó en Biology & Philosophy un “árbol de decisión” que ordena el debate sobre qué animales podrían ser conscientes. No vende certezas absolutas ni pretende cerrar la discusión: ofrece un marco para pensar mejor.

El nudo crítico sigue donde estuvo siempre: identificar marcadores de conciencia. Señales conductuales, cerebrales o fisiológicas que permitan inferir una vivencia subjetiva del mundo. La dificultad no es menor. En muchas especies esos marcadores no aparecen tal como la neurociencia los reconoce en humanos, o no se saben leer. El riesgo es confundir ausencia de evidencia con evidencia de ausencia y, por comodidad cognitiva, decretar que “no hay nada ahí”. El aporte del árbol de decisión es práctico: no promete la foto final, pero da un mapa para recorrer el territorio sin repetirse, con criterios transparentes y menos ruido.

Tres vías para pensar la conciencia
El estudio sugiere que buena parte de la confusión nace de mezclar sin aviso tres vías de abordaje. La primera, la vía teórica, traslada a otras especies los modelos que explican la conciencia humana. La ventaja es el rigor; la trampa, el llamado “catch-22 de la distribución”: para saber qué animales son conscientes se necesitaría una teoría general, pero para construir esa teoría se debería saber antes quiénes lo son. Ese círculo induce a la prudencia defensiva: si no aparecen ciertos patrones, no se afirma nada. Útil para no sobreactuar conclusiones, insuficiente para ampliar el mapa.

La segunda, la vía analógica, se apoya en similitudes observables. Si un animal se comporta como un sujeto consciente, tal vez lo sea. El método es seductor porque es cotidiano; así razonó la especie durante siglos. Sin embargo, el trabajo subraya que la evolución afinó la intuición humana para detectar mentes parecidas a la propia. Eso facilita interpretar a perros o caballos y, al mismo tiempo, empuja a subestimar conciencias “extrañas” como las de pulpos, abejas o arañas. Aquí la asimetría es el dato estratégico: la falta de marcadores familiares no prueba que no haya conciencia; puede indicar que la mirada está mal calibrada o que busca en el lugar equivocado.

La tercera vía, la funcional, entiende la conciencia como una pieza que cumple un rol evolutivo: habilita aprendizaje flexible, integra sentidos, mejora decisiones. Si un organismo despliega esas capacidades, la hipótesis de conciencia gana tracción. El límite está cantado: las funciones no son idénticas en todas las ramas del árbol de la vida y lo que opera en un mamífero no necesariamente aplica, en copia y pega, a un cefalópodo. La propuesta de Míchigan no pide jurar fidelidad a una sola vía: reclama explicitar desde cuál se evalúa cada caso. Ese paso, que parece burocrático, cambia la conversación.

De la filosofía a la ética cotidiana
La traducción ética es inmediata. Clasificar conciencia no es un juego de salón: repercute en protocolos de laboratorio, estándares de producción, marcos regulatorios y decisiones domésticas. Si un animal puede experimentar dolor o placer, cambian las obligaciones morales hacia él. La etología clínica baja esa macrodiscusión a práctica profesional. En diálogo con la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes, la médica veterinaria y especialista en comportamiento animal, Silvia Vai, lo pone en términos operativos: “Cuando hay comportamientos que no se adaptan al entorno, ya sea físico o social, aunque no siempre se perciba de manera explícita, el animal está experimentando sufrimiento. En nuestra consulta, evaluamos el comportamiento para comprender lo que sucede con el paciente y trabajamos tanto con el propietario como con el ambiente para abordar el bienestar del animal”. La clínica funciona, así, como tablero de control: contexto, señales, intervención. Donde la filosofía ordena un árbol de decisión, la práctica diseña protocolos de cuidado.

Vai subraya además un vector que cualquiera que convive con animales reconoce: la sintonía emocional. “Nuestros estados de ánimo también afectan a los animales, y ellos muestran empatía cuando estamos mal. Se dan cuenta de cuándo necesitamos su compañía, y creo firmemente que pueden leer nuestras emociones perfectamente”. Más allá del living, esa intuición tiene consecuencias. Si los estados humanos desbalancean a los animales, la gestión del bienestar exige mirar también al tutor y al entorno. La conciencia, en este encuadre, no es un trofeo conceptual: es la hipótesis que reconfigura responsabilidades.

El valor agregado del trabajo de Míchigan pide transparencia de criterios, expone sesgos, jerarquiza evidencias, evita atajos lógicos y abre hipótesis para especies con morfologías y sensores alejados del molde humano. La ganancia es menos épica pero más transformadora: mejores preguntas, decisiones más informadas y una hoja de ruta para invertir bien el próximo dólar de investigación.

Con todo, la escena inicial vuelve como espejo, ahora con más contexto. El perro que se arrima quizá no “lea la mente”, pero está registrando algo: un tono de voz, una postura, una respiración, un silencio más largo que el promedio. El árbol de decisión no dirá qué siente ese animal a las 7.43, pero recordará cómo pensar esa escena sin trampas mentales. Entre el misterio y la certeza hay un espacio fértil que se llama método. Habitarlo con humildad científica y responsabilidad ética puede no resolver de una vez por todas la conciencia animal, pero sí volver más habitable el mundo para todas las mentes que lo recorren, con pelo, con tentáculos o con seis patas. En la cocina, el café se enfría un poco. El perro sigue ahí. Y la pregunta, por fin, empieza a hacerse bien.

GD

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