La calle arbolada que discurría junto a él fue antaño el lugar predilecto de las parejas de novios, deseosas de evitar la mirada socialmente conservadora de los gazatíes.
Pero la vía, apodada “Calle de los Enamorados”, y el edificio de seis plantas que la domina, están ahora rodeados de escombros.
Quedan pocos residentes que recuerden los viejos tiempos. Quienes se esconden aquí ahora no huyeron de la desaprobación de Gaza, sino de los tanques israelíes, ahora replegados con la entrada en vigor del alto el fuego acordado entre Israel y Hamás.
Las elegantes tiendas y restaurantes que se extienden hasta la playa ahora están plagados de metralla y agujeros de bala, y el parque, con sus árboles de poda francesa, está sepultado bajo escombros grises.
El edificio Skeik sigue en pie, pero sus paredes están salpicadas de metralla y un gran agujero provocado por artillería perforó un piso superior.
Los rostros de quienes vivían aquí antes han sido reemplazados por el constante cambio de personas desplazadas.
Dos años después del inicio de la guerra de Gaza, este edificio ofrece una instantánea de cómo el conflicto ha erosionado los vínculos con el hogar y la comunidad entre los gazatíes, y el impacto que esto ha tenido.
Los antiguos inquilinos del edificio Skeik se fueron hace tiempo. Sobre los almacenes tapiados de la planta baja, ocho de los diez apartamentos del edificio se han convertido en hogares temporales para familias desplazadas por la guerra.
Hadeel Daban, de 26 años, vive en el cuarto piso con su esposo y sus tres hijos pequeños: Judi, de 9 años; Murad, de 6, y Mohammad, de 2.
La familia llegó aquí hace dos meses, pagando 1.000 shekels (US$305) al mes para acampar en las habitaciones vacías.
“La gente que vivía aquí antes que nosotros se fue porque era peligroso”, dice Hadeel. “La metralla golpea las paredes, pero aun así es mejor que una tienda de campaña”.
Las pocas pertenencias de la familia están cuidadosamente guardadas en pilas de bolsas a lo largo de las paredes.
Sábanas rotas cubren los agujeros donde solían estar las ventanas. Es el duodécimo lugar al que se muda la familia.
“Cuando cargo nuestras pertenencias en un carrito, pongo a mis hijos encima y les digo que jueguen con los artículos, como los utensilios de cocina”, me cuenta Hadeel.
“Les digo que vamos a vivir una vida diferente, un poco alejada de la que teníamos”.
La casa familiar se encuentra a menos de un kilómetro y medio, en el barrio de al Tuffah de Ciudad de Gaza. Huyeron durante la primera semana de la guerra, después de que el apartamento de un familiar, situado encima del suyo, fuera atacado.
Regresaron unos meses después. Pero el 15 de marzo de 2024, un ataque contra el edificio contiguo mató a la suegra de Hadeel, hirió a sus tres hijos y enterró vivo a su marido.
“Pasamos horas buscándolo y lo encontramos bajo los escombros”, expone.
Su marido, Izz el Din, estaba inconsciente. Lo llevaron al hospital al Shifa, donde, según Hadeel, le informaron de que su marido tenía una fractura de cráneo y estaba en coma.
Tres días después, aún estaba recibiendo tratamiento cuando Israel cerró el hospital e inició allí una operación militar de dos semanas para erradicar los puestos de mando de Hamás, según informó.
Solo cuando las fuerzas israelíes finalmente se retiraron, Hadeel se reunió con su esposo, frágil pero vivo.
Hadeel nos dice que aún necesita revisiones médicas regulares. “Solía llevarlo a un neurólogo [en Ciudad de Gaza], pero hace seis semanas todos los médicos se mudaron al sur”, señala.
Un hogar no es solo un refugio o pertenencias. Y las tres familias con las que hablamos en el edificio Skeik se han mudado varias veces.
“Ninguno de mis vecinos es mi vecino, porque cada mes llega gente nueva”, explica Hadeel. “Ni siquiera sé dónde están mis vecinos originales; algunos se fueron al sur, otros murieron o resultaron heridos. Ya no hay vecinos”.
El día que conocimos a Hadeel, Ciudad de Gaza se estaba vaciando de nuevo, mientras cientos de miles de personas se dirigían a zonas más seguras más al sur.
El ejército israelí, avanzando por la ciudad, había dado una “última advertencia” para que se marcharan. Pero las familias con las que hablamos planeaban quedarse.
Mientras Hadeel conversaba con nuestro camarógrafo, una serie de explosiones resonaron en el apartamento.
A través de las ventanas, enormes nubes grises se alzaban a media distancia.
Ninguno de sus hijos pequeños se inmutó.
JZ