«La vida de Chuck», la mejor adaptación de Stephen King desde «El resplandor»

Las relaciones de Stephen King con el cine serían muy largas de contar porque arrancan hace ya medio siglo con la adaptación que el propio escritor hizo junto a Larry Cohen de Carrie para el filme de Brian de Palma. Y continuó por todo lo alto cuando Kubrick decidió canonizar El resplandor en 1980. A partir de ahí, sus novelas llevadas a la pantalla vivieron todo tipo de avatares, una montaña rusa globalmente gobernada por la desgana o el empacho comercial que pocas veces le ha hecho justicia a su cosmogonía literaria fastuosa. En este festival el nombre del escritor es vertebral, con dos películas —La vida de Chuck y La larga marcha— y el anuncio de una inminente serie de televisión, la precuela de It, en su programación.

Pero mucho más allá de esta presencia múltiple y cuantitativa, sin duda lo que es ya de una relevancia extraordinaria y merecedor de todo el foco ha llegado con lo que Mike Flanagan ha presentado: su lectura fílmica de un cuento de apenas ochenta páginas que King había publicado hacía ya tiempo y que se sale por completo de la órbita del género de terror, y también del thriller o novela noir que ha venido ensayando en los últimos tiempos.

La vida de Chuck es, sin ningún género de dudas, la mejor adaptación a la pantalla de cualquiera de sus historias, al menos desde que Jack Nicholson se congeló para la eternidad en el Hotel Overlook de El resplandor. En el cúmulo de sorpresas que esta obra supone, la primera de ellas es que Flanagan —el nuevo gurú del cine de terror gótico, autor de una pieza magistral titulada Misa de medianoche— se haya volcado en un relato de Stephen King que no toca ni de forma colateral el género en el cual ambos han sentado cátedra. Porque es verdad que el primer tercio de esta película es el preludio de los intuidos como días finales del planeta: escuchamos que California ha desaparecido casi por completo, que el número de suicidios se dispara en cadena —también el de matrimonios y divorcios; hay que apurar los pocos días que vendrán— y en ese mundo que parece echar el telón, donde ya no hay internet ni televisión, nos asombra la presencia en carteles físicos y hasta en avionetas las felicitaciones por el 39º cumpleaños de un desconocido viajante comercial llamado Chuck, que posee el anodino rostro de un gran actor, Tom Hiddleston.

Pero ese preludio del apocalipsis no nos prepara para ninguna distopia desgastada. Muy al contrario, Flanagan viaja en el tiempo hacia la niñez de ese desconocido. Se sirve de un giro de guion que todo lo altera y que introduce a este Chuck, que sabemos ahora agonizante, en un tiempo anterior, una secuencia de musical y coreografía a pie de acera de un vitalismo regio y audaz. De ahí arranca lo que es ya no solo el relato emocional de una infancia.

Flanagan va mucho más allá y con el Canto a mí mismo de Walt Withman y su célebre frase «yo soy inmenso y contengo multitudes» como pórtico, reelabora la construcción de ese personaje —hay influencias de Vida de este chico, de Tobias Wolf— en el cual parece condensarse la esencia de lo mejor del siglo XX norteamericano. Asistimos a una no buscada orfandad y a la importancia de la convivencia con la figura de su abuelo —un regalo ver a Mark Hamill en un rol tan sustantivo— en ese caserón gótico que esconde sus secretos en el ático; también al crecimiento de ese crío, presidido por un sentido musical que deviene movimiento cósmico. Porque lo que Mike Flanagan va articulando con aparente sencillez pero aplastante hondura es el sustento de una personalidad luminosa que, desde su pequeñez, va alumbrando estancias, tranches de vie. El latido de la existencia humana y de su evolución azarosa como coreografía afortunada, a modo de un Frank Capra aggiornado, pero mucho más profundo que el optimismo coral de este. Cada capítulo y cada secuencia de La vida de Chuck posee la fuerza del cine que parece reinventar la esperanza en una condición humana al modo de los grandes «cineurgos».

Y todo esto te abruma y te euforiza. Habías entrado a ver un filme del morboso y perturbador Mike Flanagan basado en una pieza que firma Stephen King, el escritor que con más brillantez y ahínco ha establecido las reglas de la literatura de terror de la segunda mitad del siglo XX y parte del XXI. Y con lo que te encuentras es con con este canto, inspirado tanto por la poética de Walt Withman como por el musical clásico norteamericano que Mark Hammill defiende con empeño, que proviene de otra poética, la de las matemáticas. El joven Chuck ha alimentado su educación sentimental viendo bailar a Gene Kelly y Rita Hayworth en Las modelos. Y, desde entonces, no ha dejado de bailar. Por eso, en su ocaso, ilumina un bel morir.

Te preguntas cómo es posible que esta película provenga del mercado de Toronto del 2024. Que ningún festival de clase A de los que se llenan la boca con la vocal la haya considerado importante en todos estos meses. Y que llegue a España tan tarde, cuando en el resto de Europa se estrenó hace ya bastante.

Bueno, y qué más da. Aquí está para erigirse en ese tipo de cine que es capaz de remodelarte. Que trata de hacerte mejor. En esta hora de perros negros, este cañón de luz llamado La vida de Chuck ha venido para alimentar la educación sentimental de quienes sienten que nunca es tarde para reconfigurar su vida. No con una oda ni nada de tamaña solemnidad, sino con el desarmante ejercicio de unos cuantos y estilizados pasos de claqué.

GD

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